(Mutando)
Érase una vez una joven que un buen día se despertó y miró a su alrededor. Todo le parecía distinto, pero no sabía por qué. Se dirigió al aseo, como cualquier otra mañana, y observó su rostro en el espejo. La imagen que éste le devolvía le resultaba extraña, casi irreconocible.
A partir de aquella mañana, la joven se miraba cada día en el espejo nada más despertarse, ansiosa, con la esperanza de ver un reflejo que se correspondiera a lo que ella recordaba.
Tras varios días de incertidumbre, la joven llegó a la conclusión de que su cuerpo estaba sufriendo mutaciones.
Desde aquel día su pelo, antes castaño, se había vuelto de un color negro intenso y tenía multitud de hileras plateadas que habían comenzado a crecer desde la nada, donde antes había cabellos caoba. Sus ojos, antes verdes, ahora parecían dudar entre el marrón miel y el verde oscuro (cambiaban cada día, en ocasiones ambos a la par y en ocasiones por separado). En su cuerpo estaba comenzando a descubrir lunares que antes no tenía (la mitad izquierda de su rostro contaba casi con el doble de éstos que la mitad derecha). Rodeando su nariz y sobre sus mejillas habían aparecido grupos de pecas que resaltaban sobre su pálida piel, ya que la rojez de sus mejillas, que durante tantos años la había acompañado, hiciese frío o calor, de repente había desaparecido.
La joven no daba crédito a lo que le estaba sucediendo.
Con el paso de las semanas simplemente se fue acostumbrando a su nuevo reflejo, pero había comenzado a notar otras mutaciones más preocupantes... Su interior había cambiado sin ella darse cuenta y sin haberlo pedido ni deseado.
Notaba que la sonrisa que siempre la acompañaba poco a poco se había ido apagando, con desconocidos y amigos. La ilusión que sentía antes por pequeñas cosas se había esfumado, cuando antes la mantenían feliz durante un día entero. Su amabilidad e inocencia frente a cualquier ser vivo ahora se había transformado en desconfianza y miedo. En su habitación no había ni una sola fotografía, no había colores ni decoración, pero ella recordaba su anterior cuarto, empapelado con recuerdos y dibujos. Su paciencia, que antes podía controlar, ahora ni siquiera dejaba un margen mínimo, se perdía con una rapidez inimaginable. Ella, que siempre se había sentido orgullosa de fijarse en todo, de su curiosidad y su detallismo, ahora parecía un ser inerte (desmemoriada, desconcentrada y descuidada con su entorno).
Nada llamaba ya la atención a la joven. Nada le interesaba y nada le hacía reír de forma sincera. Estaba preocupada, no se reconocía… “¿Qué me está pasando?” se repetía una y otra vez, desesperada.
Mucho tiempo después de ser consciente de sus mutaciones, la joven ha aprendido a vivir con ellas, aunque no le parecen justas ni agradables. Ya ha dejado de preguntarse qué le ha ocurrido y de intentar buscar el momento en el que TODO cambió.